El traje nuevo del Emperador
Un Emperador aficionado a los trajes nuevos y dos tejedores llenos de promesas se encuentran en esta historia. Solo un niño será capaz de decir lo que nadie se atreve.
Creado: 11 abril, 2023 | Actualizado: 26 de junio, 2023
Hans Christian Andersen
Ilustraciones de Virginia Piñón
Hace muchos años vivía un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos que gastaba todo su dinero en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados, ni le atraía el teatro, ni le gustaba pasear en coche por el bosque, a menos que fuera para lucir sus atuendos nuevos. Tenía un traje distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice que un rey se encuentra en el Consejo, de él se decía siempre:
—El Emperador está en el ropero.
La gran ciudad en que vivía era visitada a diario por numerosos forasteros.
Un día, se presentaron dos pícaros que se hacían pasar por tejedores. Decían a todos que eran capaces de tejer las telas más espléndidas que pudiera imaginarse. No solo los colores y dibujos eran de una insólita belleza, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de convertirse en invisibles para todos aquellos que no fuesen merecedores de su cargo o que fueran irremediablemente tontos.
La noticia no tardó en llegar a la corte.
El Emperador pensó: “¡Deben ser trajes magníficos! Si los llevase, podría averiguar qué funcionarios del reino son indignos del cargo que desempeñan. Podría distinguir a los listos de los tontos. Sí, debo encargar inmediatamente que me hagan un traje”.
Y entregó mucho dinero a los estafadores para que comenzaran su trabajo.
Los pícaros instalaron entonces dos telares y simularon que trabajaban en ellos aunque estaban totalmente vacíos. Con toda urgencia, exigieron las sedas más finas y el hilo de oro de la mejor calidad. Guardaron en sus alforjas todo esto y trabajaron en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
Me gustaría saber lo que han avanzado con la tela”, pensaba el Emperador, pero se encontraba un poco confuso en su interior al pensar que el que fuese tonto o indigno de su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que tuviera dudas sobre sí mismo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para ver cómo andaban las cosas.
Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban deseosos de ver lo tonto o inútil que era su vecino.
“Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores”, pensó el Emperador. “Es un hombre honrado y el más indicado para ver si el trabajo progresa, pues tiene buen juicio, y no hay quien desempeñe el cargo como él”.
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos pícaros, que seguían trabajando en los telares vacíos.
“¡Dios me guarde!”, pensó, abriendo unos ojos como platos. “¡No veo nada!”. Pero tuvo buen cuidado en no decirlo.
Los dos estafadores le pidieron que se acercase y le preguntaron si no encontraba preciosos el color y el dibujo. Al decirlo, señalaban el telar vacío, y el pobre ministro seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.
“¡Dios mío!”, pensó. “¿Seré tonto acaso? ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No debo decir a nadie que no he visto la tela”.
—¿Qué? ¿No decís nada del tejido? –preguntó uno de los pillos.
—¡Oh, precioso, maravilloso! –respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes–. ¡Qué dibujos y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
—Cuánto nos complace –dijeron los tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo.
El viejo ministro tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores volvieron a pedir más dinero, más seda y más oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Lo almacenaron todo en sus alforjas, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en el telar vacío.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de confianza a inspeccionar el estado del tejido. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y remiró pero, como en el telar no había nada, nada pudo ver.
—Precioso tejido, ¿verdad? –preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
“Yo no soy tonto”, pensó el funcionario. “Luego, ¿será mi alto cargo el que no me merezco? ¡Qué cosa más extraña! No diré nada a nadie. Es preciso que nadie se dé cuenta”.
Así es que elogió la tela que no veía, y les expresó su satisfacción por aquellos hermosos colores y aquel precioso dibujo.
Al día siguiente, se presentó ante el Emperador y le informó:
—¡El tejido es digno de admiración!
Todos en la ciudad hablaban de la espléndida tela como si la hubiesen visto. El Emperador, entonces, también quiso verla antes de que la sacasen del telar.
Seguido de una multitud de personajes distinguidos, entre los cuales figuraban los dos viejos y buenos funcionarios que habían ido antes, se encaminó a la sala donde se encontraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo afanosamente, aunque sin hebra de hilo.
—¿Verdad que es admirable? –preguntaron los dos honrados funcionarios–. Fíjese, Vuestra Majestad, en estos colores y estos dibujos –y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían perfectamente la tela.
“¿Qué es esto?”, pensó el Emperador. “¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿O es que no merezco ser emperador? ¡Resultaría espantoso que fuese así!”.
—¡Oh, es bellísima! –dijo en voz alta–. Tiene mi real aprobación. –Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío, sin decir ni una palabra de que no veía nada.
Todo el séquito miraba y remiraba, pero ninguno veía absolutamente nada. Sin embargo, exclamaban, como el Emperador.
—¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! –y le aconsejaron que se hiciese un traje con esa tela nueva y maravillosa, para estrenarlo en el desfile que debía celebrarse próximamente.
El Emperador concedió a cada uno de los dos bribones una Cruz de Caballero para que las llevaran en el ojal, y los nombró Caballeros Tejedores.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con más de dieciséis lámparas encendidas. La gente pudo ver que trabajaban activamente en la confección del nuevo traje del Emperador.
Simularon quitar la tela del telar, cortaron el aire con grandes tijeras y cosieron con agujas sin hebra de hilo; hasta que al fin, gritaron:
—¡Mirad, el traje está listo!
A la mañana siguiente, llegó el Emperador en compañía de sus caballeros más distinguidos, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
—¡Estos son los pantalones! ¡La casaca! ¡El manto!
Y así fueron nombrando todas las piezas del traje.
—Las prendas son ligeras como si fuesen una tela de araña –elogiaron los bribones–. Se diría que no lleva nada en el cuerpo, pero esto es precisamente lo bueno de la tela.
—¡En efecto! –asintieron todos los cortesanos, sin ver nada, porque nada había.
—¿Quiere dignarse Vuestra Majestad a quitarse el traje que lleva –preguntaron los bandidos– para que podamos probarle los nuevos vestidos ante el gran espejo?
El Emperador se despojó de todas sus prendas, y los pícaros simularon entregarle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Luego hicieron como si atasen algo a la cintura del Emperador: era la cola y el Monarca se movía y contorneaba ante el espejo.
—¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! –exclamaron todos–. ¡Qué dibujos! ¡Qué colores! ¡Es un traje precioso!
—El palio para el desfile os espera ya en la calle, Majestad –anunció el maestro de ceremonias.
—¡Sí, estoy preparado! –dijo el Emperador–. ¿Verdad que me sienta bien? –Y de nuevo se miró al espejo, haciendo como si estuviera contemplando sus vestidos.
Los chambelanes encargados de llevar la cola bajaron las manos al suelo para levantarla, y siguieron con las manos en alto como si estuvieran sosteniendo algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada.
Y de ese modo marchó el Emperador bajo el espléndido palio, mientras que todas las gentes, en la calle y en las ventanas, decían:
—¡Qué precioso es el nuevo traje del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué bien le sienta!
Nadie permitía que los demás se dieran cuenta de que no veían nada, porque eso hubiera significado que eran indignos de su cargo o que eran tontos de remate. Ningún traje del Emperador había tenido tanto éxito como aquel.
—¡Pero si no lleva nada! –exclamó de pronto un niño.
—¡Dios mío, escuchad la voz de la inocencia! –dijo su padre.
Y todo el mundo empezó a cuchichear sobre lo que acababa de decir el pequeño.
—¡Pero si no lleva nada puesto! ¡Es un niño el que dice que no lleva nada puesto!
—¡No lleva traje! –gritó, al fin, todo el pueblo.
Aquello inquietó al Emperador, porque pensaba que el pueblo tenía razón; pero se dijo: “Hay que seguir en la procesión hasta el final”.
Y se irguió aún con mayor arrogancia que antes; y los chambelanes continuaron portando la inexistente cola.
Imagen de portada: Virginia Piñón