La blanquita
Microrrelato de Ana Clara Zentner (Instituto Gral. San Martín, Puan)
Creado: 26 mayo, 2021 | Actualizado: 17 de octubre, 2023
Este microrrelato es uno de los 50 seleccionados en el Concurso Buenos Aires Fantástica, organizado en 2020 por la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires y la Unidad Bicentenario del Ministerio de Comunicación Pública. De esta propuesta participaron 2.200 estudiantes del ciclo superior de escuelas secundarias bonaerenses. Sus obras fueron evaluadas por jurados distritales, regionales y por una instancia provincial que destacó dos cuentos por región educativa.
La blanquita
Ocurrió hace varias décadas, en un partido del sudoeste de la provincia de Buenos Aires, allí donde el límite con La Pampa se confunde, y se guardan historias como éstas...
Transcurría el invierno de 198... el frío, los viejos caldenes, una antigua capilla y un cielo estrellado, acompañaban a la solitaria casa del campo “La Blanquita”, en el que aquella noche, comenzaría a trabajar como peón.
El capataz, un muchacho con grandes bigotes y cara de pocos amigos, cuyo nombre nunca supe, me había sugerido que me presente al día siguiente, ya que no tenía sentido empezar mi labor un domingo por la noche. Sonaba un tanto nervioso e insistía con que iniciara mis tareas el lunes a la mañana directamente. Pero yo estaba tan emocionado, con tantas expectativas por esta nueva oportunidad, que no pude aguantar.
Cuando el sol se escondió y la luna llena hizo presencia, arribé al campo en mi vieja chata colorada, acompañado de un mono y unas pocas pilchas. Un silencio absoluto me dio la bienvenida, como si mi figura fuese un fantasma y nadie se hubiese enterado de mi llegada. Dejé esa situación a un lado y me dispuse a cocinar. Mi estómago no me sugería nada en especial, por lo que decidí tomar unos amargos mientras preparaba una sopa para calentarme el cuerpo. Ya había echado unos troncos al fuego, pero la sala era gigante, y el fuego tardaría en templar el ambiente.
Al finalizar mi cena, lavé los pocos cacharros utilizados, y tiré unas cobijas sobre el catre. Era extraño que aún no tuviese sueño, pues había amanecido muy temprano y no había parado en todo el día. Me sentía solitario, con una extraña sensación en el pecho. Las palabras del encargado resonaban en mi mente. Tal vez me apuré, tal vez debí haber esperado al día siguiente.
“El Matadero” reposaba en la mesita de luz y decidí tomarlo para matar el tiempo. La luz era escasa, aún no había llegado la electricidad a estos pagos, y solo la luz amarillenta y opaca de una lechuza, iluminaba mi rostro, y las páginas.
“¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los feder...” Un ruido me sobresaltó. En ese momento pensé que había sido una rama que golpeaba contra el techo y eso me tranquilizó. “¡Qué bravura en...” Los perros comenzaron a ladrar repentinamente, desesperados. Tuve la intención de salir para ver lo que ocurría, pero me invadió un profundo miedo. No entendía por qué. Permanecí quieto unos segundos, esperando que dejen de ladrar, pero eso no ocurrió. Al contrario, los ladridos se agudizaron y ese ruido de la rama contra el techo se repetía una y otra vez, cada vez con más fuerza. Tengo que admitir que la peor sensación la tuve cuando comencé a oír fuertes trancos, rodeando la casa, y relinchos ensordecedores.
Mis pasos lentos y mi respiración agitada, junto al crujido del piso de madera, me acercaron a la ventana de la habitación para ver qué sucedía. Sentía el corazón en mis oídos. El capataz me había asegurado que todos los caballos permanecían encerrados por la noche en el corral. Y seguramente era así, porque cuando miré hacia afuera, no había ningún animal. Se me erizó la piel. Los interminables quejidos retumbaban en el aire, pero puedo jurar que afuera, no había nada. Ni siquiera viento. A través de la ventana podía ver una imagen inmóvil de viejos árboles, y un vacío infinito que acababa en el horizonte.
No logré dormirme en toda la noche, ya que los invisibles animales continuaron su tenebrosa danza hasta el cantar del gallo, el cual finalizó aquel espectáculo. La mañana siguiente, no dudé en regresar al pueblo. Nunca más pisé esas tierras.
Me guardé esta historia muchos años, y el trauma me atormentó unos tantos más. Mi orgullo me decía que un hombre como yo no podía atemorizarse así. Además, nadie me creería, me tomarían por loco.
Ayer leí un hecho similar en las noticias. No recuerdo el año, pero un tiempo antes de mi llegada, un niño, el menor de 5 hermanos e hijo del dueño del campo, había muerto al caerse de uno de sus amados caballos.
Se dice que en cada aniversario, los animales enloquecen, buscando tener de vuelta a su pequeño jinete.