1. Cuentos populares con tres deseos: «Los deseos ridículos»

«Los deseos ridículos» de Charles Perrault. Distintas formas de desperdiciar un buen deseo.

Creado: 5 julio, 2021 | Actualizado: 26 de junio, 2023

Momentos de esta propuesta:

  1. 1Cuentos populares con tres deseos: "Los deseos ridículos"
  2. 2Cuentos populares con tres deseos: "El herrero y el diablo"

 

📚  ¿Quién no ha pedido alguna vez un deseo o ha fantaseado tan solo con la posibilidad de hacerlo? La literatura renueva en cada relato deseos y más deseos materiales y espirituales, individuales y colectivos, posibles e imposibles.

Si pudieras pedir tres deseos, ¿qué pedirías? Pensalo bien, no vaya a ser que se te conceda algo que no quieras...

Los deseos ridículos, Charles Perrault

Leé el cuento Los deseos ridículos y, si podés, compartí la lectura con alguien que acompañe en casa.

Los deseos ridículos

Charles Perrault

En lo profundo de lo profundo del bosque, en una casita tan destartalada que a duras penas lograba sostenerse en pie, vivía un pobre leñador con su mujer.

Cada día se levantaba al alba y trabajaba sin descanso hasta el atardecer recogiendo leña, la que cambiaba en el pueblo por un poco de harina, de sal o de legumbres. Por las noches las cigarras rodeaban la casa y canturreaban sus historias antiguas, mientras que adentro ardía un fuego bueno y la sopa olía a hierbas recién cortadas.

El leñador y su mujer, sin embargo, no eran felices (o a lo mejor lo eran y no se daban cuenta). En lugar de contentarse con lo que era, añoraban lo que no era, soñando con una vida menos esforzada. Y como el tiempo fue pasando sin que la fortuna golpeara a la puerta, los sueños se les llenaron de rezongos.

—¡Qué largos son mis días de trabajo, y que corta mi suerte! –se quejaba el leñador– ¡Y qué cansado estoy! Debe ser por el hacha. Está tan vieja la pobre que cada vez tengo que esforzarme más para cortar una rama. Ojalá pudiera comprarme una nueva.

—Y yo… si tan solo pudiera alguna vez vestirme como viste la marquesa y pasearme por el pueblo con aires de gran señora –suspiraba la mujer.

Y así pasaban sus días –y sus noches– deseando y deseando en vano, pues su pobreza seguía tan flaca como siempre.

Cierto día en que regresaba a su casa resoplando bajo el peso de un enorme atado de leña, el leñador tropezó y cayó de bruces en el suelo. Sintiéndose entonces el ser más desdichado de la faz de la Tierra, comenzó a quejarse amargamente a los Cielos.

—Héme aquí tirado, el más desgraciado de los hombres. No sé quiénes serán los que gobiernan mi fortuna, pero sin duda se trata de seres que carecen de corazón. ¡No se han dignado a concederme tan siquiera el más insignificante de los muchos deseos que les he pedido en todos estos años!

En ese momento, el cielo se cubrió de nubarrones tan espesos que la noche cayó sobre el bosque.

—¡Solo esto me faltaba! Va a llover y yo en el medio del bosque –continuó lamentándose el leñador.

Apenas terminó de pronunciar estas palabras un relámpago partió el cielo en dos pedazos y un trueno retumbó en el páramo, y a través del trueno se oyó una voz.

—¡Ya bastaaa! ¡Basta de tanta queja!

El leñador, aturdido, no podía creer a sus ojos (ni a sus oídos). Una nube bajó y bajó, y cuando estuvo tan cerca de él que podía tocar las pequeñas gotas que la formaban, salió de ella un hombre muy alto de túnica blanca y con el ceño visiblemente fruncido. Llevaba en sus manos un rayo resplandeciente.

Habrán de saber que por aquel bosque aún merodeaban los dioses antiguos, aquellos que la gente había olvidado hacía largo tiempo, y que el enigmático aparecido no era otro que el mismísimo Júpiter, el más poderoso de todos ellos, que había decidido descender del Olimpo para acallar las quejas que no lo dejaban dormir.

—¡Te quejas con tanta fuerza que es imposible pegar un ojo! ¡Deja ya de lamentarte, buen hombre, y dime de una buena vez qué es lo que deseas! –dijo el desconocido estregándose los ojos.

—Na…nada deseo, señor, nada. Ni rayos ni truenos ni nada de lo que usted tiene para ofrecer –contestó el leñador tartamudeando por el susto.

—Deja de temblar y presta atención. Yo soy Júpiter, señor del Cielo y de la Tierra, y he venido a aliviar tus penas. Es por eso que voy a concederte los tres primeros deseos que formules.

—¿En verdad tienes ese poder?

—Ese, y muchos más. No olvides mis palabras: los tres primeros deseos que pronuncies con verdadero fervor se cumplirán de inmediato, sean los que fueren. Pero no expreses tus deseos a la ligera. Regresa a tu casa y piénsalos bien, pues no te daré sino tres, y tu felicidad depende de ellos. Verás que no resulta fácil escoger un deseo cuando se sabe que se va a cumplir.

Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció en su nube, y el día volvió a ser claro y brillante.

El leñador, loco de contento, echó a su espalda el haz de leña, que ahora no le pareció en absoluto pesado, y llevado por las alas de la alegría, volvió a su casa en un santiamén, dando grandes pasos y saltos.

Y a los saltos entró en su cabaña, gritando: —Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, ¡pero muy ricos!; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán por fin realizados.

Y entonces, punto por punto, le contó todo lo sucedido a su esposa, cuyos ojos se iban encendiendo más y más a medida que escuchaba el relato.

—Ahora podré dejar esta miserable choza y mudarme a un palacio. Pero qué digo un palacio, ¡voy a pedir el palacio de la mismísima marquesa! Ahí desayunaré cada mañana pastelitos de crema y leche tibia con caramelo –decía la mujer, sin saber a ciencia cierta si tales manjares existían.

—Yo quisiera que la casa tuviera un techo que no gimiese y gotease cada vez que caen tres gotas. Y una alacena repleta de hormas de queso y de vino bien estacionado! –soñaba por su lado el marido…

—¡Joyas y vestidos! ¡Polvos y perfumes!

—Un hacha que no se oxide ni se desafile nunca. ¡Y un buen sacón de piel para no sentir frío cuando salgo al bosque en el invierno!

—Y por cierto que no he de estropear mis zapatos nuevos andando por el barro. Iré en carruaje, como corresponde a una marquesa…

—Me vendría bien una mula bien robusta para cargar la leña de vuelta. Ya no soy tan joven…

En ese momento la mujer miró a su marido con sorpresa y también con cierto desdén, pues pensó que sus deseos se habían quedado un tanto pequeñitos.

Quedaron mirándose en silencio por un breve instante, al cabo del cual ella dijo:

Ilustración de Paul Gustave Doré (1862).

—No nos dejemos llevar por la impaciencia. Dejemos para mañana nuestro primer deseo, consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.

—Estoy de acuerdo –respondió el hombre–. Mientras tanto, celebremos esta noche. Anda, aviva el fuego que yo traeré el vino añejo que guardo para las grandes ocasiones.

La pareja bebió alegremente el vino y compartió unas rebanadas de pan mientras seguía haciendo castillos en el aire.

Mientras hablaban, la mujer tomó unas tenazas y atizó el fuego; y viendo los leños encendidos dijo distraídamente:

—¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una buena vara de morcilla!

—Es verdad, mujer. ¡Ojalá tuviéramos una aquí mismo!

Tan pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea una morcilla muy grande, causando un gran alboroto de chispas por toda la habitación.

Al instante la mujer lanzó un grito de indignación. ¡Habían malgastado el primer deseo en una simple morcilla! Y entonces, hecha una furia, porque a su juicio la torpeza correspondía a su marido, la emprendió contra el pobre con las palabras más hirientes que pudo encontrar. —¡Qué necio eres! Se podría pedir un palacio, oro, collares de perlas, carruajes, vestidos… ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla?

—Pero mujer, ¡no he hecho más que repetir lo que tú misma acabas de decir! –se defendió el hombre.

—¡Una morcilla! De morcilla hay que tener rellenos los sesos para hacer lo que has hecho tú.

Al escuchar estas y otras injurias, el esposo, más de una vez, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer.Al fin, viendo que su mujer no cesaba en sus agrias palabras, perdió la paciencia y gritó furioso:

—¡Maldita sea la morcilla que te ha desatado la lengua! Quiera el Cielo que se te vuelva morcilla la nariz para que te calles de una buena vez.

Dicho y hecho, la nariz de la mujer se transformó al punto en una morcilla que al colgarle por sobre la boca no la dejaba hablar con naturalidad, y menos aún gritar.

Hubo entonces unos instantes de silencio. El leñador miraba fijamente el fuego con la boca abierta mientras se rascaba el cogote, cosa que hacía cada vez que tenía que concentrarse en sus pensamientos. A su lado, la mujer hacía unas morisquetas muy graciosas mientras se ponía bizca tratando de ver su nueva nariz. Un rayo de luna se coló por la ventana y se reflejó en la tersa morcilla. ¡Ya se podrán imaginar el efecto de tal prodigio sobre el rostro de aquella mujer!

“Con el deseo que me queda –pensaba el hombre– podría convertirme en rey, pero hay que pensar la tristeza que tendría la reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella: si prefiere convertirse en una reina y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas, tal como la tenía antes de la desgracia.”

En estas cavilaciones andaba el leñador cuando su mujer, ya apaciguada, rompió el silencio.

—¿Y bien? ¿Qué haremos ahora? –dijo en un murmullo, aunque resultaba difícil tomarla en serio, porque al hablar la morcilla bailoteaba por su rostro como una marioneta.

—Nos queda solo un deseo. Puedo pedir transformarme en rey, y a tí en reina. O bien puedo devolverte tu nariz. Elige, mujer: o reina con esa nariz, o leñadora con la nariz con la que viniste al mundo.

—Pero… ¿qué clase de reina se pasea entre sus súbditos precedida de una nariz más larga que una semana sin pan? Todos se van a reír de mí, lo sé, sobre todo la marquesa.

—Cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha –replicó su marido tratando de conformarla…

Mucho discurrieron antes de tomar una decisión, pero como su mirada no podía apartarse de la morcilla –que a cada gesto se movía como una rama a impulsos del viento– prefirió la leñadora conservar las narices antes que hacerse reina y fea.

Una vez que el leñador hubo formulado el tercer deseo, su mujer corrió a mirarse en el espejo, donde comprobó con alegría que había recuperado su nariz. Y tocándosela una y otra vez, como si temiera perderla de nuevo, sentenció:

—Tal vez hubiéramos sido más desgraciados siendo más ricos de lo que somos en este momento. Es mejor no desear nada y tomar las cosas como vienen. Mientras tanto, comámonos la morcilla, puesto que es lo único que nos queda de los tres deseos.

El marido pensó que su mujer tenía razón, y cenaron alegremente, sin volver a preocuparse por las cosas que habrían podido desear.

La expresión típica de los cuentos “Érase una vez” la utilizó Perrault por primera vez en la historia en 1694 en Les souhaits ridicules (Los deseos ridículos) aunque estas palabras están recién en el verso 21. Más tarde, el mismo autor retomó la misma expresión para abrir su primer cuento maravilloso titulado Piel de asno

🔊 En este audio podés escuchar la lectura del cuento:

 

💡 📚 ✍️ Para pensar en esta historia

Ahora te proponemos pensar sobre esta historia. Si la leíste con alguien más, será una buena oportunidad para intercambiar opiniones.

Escribí las respuestas a continuación para poder compartirlas con otras chicas y otros chicos, más adelante, cuando regresen a la escuela. Si leíste junto con alguna adulta o algún adulto, entonces pueden conversar y pensar las respuestas juntas y juntos. 

• El cuento se llama “Los deseos ridículos”. ¿Qué tienen de ridículos estos deseos?

• ¿En qué momento del cuento te diste cuenta de que algo raro iba a suceder con los tres deseos?

• ¿Por qué el leñador no llega a pedir lo que realmente deseaba?

Volvé a releer el fragmento del cuento que inicia en el segundo párrafo (“Ahora podré dejar esta miserable choza...”) hasta que el narrador dice: “...pues pensó que sus deseos se habían quedado un tanto pequeñitos.”

• ¿Por qué te parece que desean cosas tan distintas?

• ¿Por qué te parece que la mujer piensa que los deseos de su marido “se habían quedado un tanto pequeñitos”?

• El leñador y la mujer no se proponían gastar un deseo en una vara de morcilla, ¿por qué sucedió eso entonces? Releé esa parte.

Mientras hablaban, la mujer tomó unas tenazas y atizó el fuego; y viendo los leños encendidos dijo distraídamente:

—Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una buena vara de morcilla!

—Es verdad, mujer. ¡Ojalá tuviéramos una aquí mismo!

Tan pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea una morcilla muy grande, causando un gran alboroto de chispas por toda la habitación.

• ¿El segundo deseo también fue motivado por una distracción? ¿Quién formula el segundo deseo?

• Cuando llegó el momento de pedir el tercer deseo, ¿cuáles eran las opciones o alternativas que tenían el leñador y su mujer? ¿Cómo lo resolvieron? ¿Quién decidió ese último deseo? Releé el fragmento para darte cuenta.

—¿Y bien? ¿Qué haremos ahora? –dijo en un murmullo, aunque resultaba difícil tomarla en serio, porque al hablar la morcilla bailoteaba por su rostro como una marioneta.

—Nos queda solo un deseo. Puedo pedir transformarme en rey, y a tí en reina. O bien puedo devolverte tu nariz. Elige, mujer: o reina con esa nariz, o leñadora con la nariz con la que viniste al mundo.

—Pero… ¿qué clase de reina se pasea entre sus súbditos precedida de una nariz más larga que una semana sin pan? Todos se van a reír de mí, lo sé, sobre todo la marquesa.

—Cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha –replicó su marido tratando de conformarla…

• Algunas chicas y algunos chicos piensan que el narrador cuenta la historia de tal manera que pareciera que la mujer es la culpable de todo. ¿A vos qué te parece?

 

💡 📚 Otros deseos de los personajes

Los personajes de esta historia añoraban tener una vida más fácil, sin tanto sacrificio ni pobreza. Por ello, deseaban cosas que imaginaban que solucionarían sus problemas… aunque cada uno lo hacía de manera diferente:

Mientras que la mujer quería vivir en el palacio de la Marquesa… el leñador deseaba que no se le lloviera más el techo.

Mientras que la mujer quería joyas, vestidos, polvos y perfumes… el leñador un sacón de piel para abrigarse.

Mientras que la mujer quería un carruaje… el hombre una mula bien robusta.

• Te proponemos pensar y escribir otros deseos que podrían haber anhelado estos dos personajes. Por ejemplo:

Si la mujer deseara un sirviente para que le cocine… el hombre:

Si la mujer deseara viajar y conocer otras tierras lejanas… el hombre:

• ¿Qué otros deseos podría haber tenido la mujer? ¿Y el hombre?

 Si los personajes fueran una viejita y un viejito, ¿qué deseos podría tener cada uno de ellos?

 Y si fuesen una princesa y su madre, la reina ¿qué querrían?

• Y si los personajes del cuento fuesen vos y tu mejor amiga o tu mejor amigo, ¿qué deseos pedirían vos y ella o él?

💡 📚 ✍️ Distintas formas de desperdiciar un buen deseo

Los deseos ridículos es un cuento recogido de la tradición oral francesa por el recopilador Charles Perrault y escrito en 1697. Durante cientos de años, la gente acostumbraba contar cuentos a la luz de la lumbre. Estas historias que se narraban de boca en boca en distintos momentos de la vida cotidiana se volvieron populares y fueron esparcidas por donde fuese que alguien que las conociera pasara.

Como estos textos no estaban escritos dependían de la memoria de quien los contaba. Cada narrador imprimía al relato su propio estilo para cumplir con las expectativas de su público y transformaba detalles o partes de la historia según la recordara. De esa forma, la historia iba recorriendo geografías distintas y, en su recorrido, adoptando características peculiares de las costumbres y tradiciones de los lugareños.

En un momento determinado, esa literatura empezó a escribirse para que pudiera conservarse. Charles Perrault fue uno de los más famosos recopiladores y reelaboradores de las historias orales en Francia, adaptando esos relatos a un público infantil y a las preocupaciones de la época en que vivía. Por su parte Jacobo Grimm y su hermano Wilhelm Grimm lo hicieron con los cuentos de la tradición oral alemana, Afanasiev en Rusia y, más tarde, Ítalo Calvino en Italia. Entre nosotros, Berta Elena Vidal de Battini realizó una de las más grandes recopilaciones de nuestras historias orales. Como no eran historias destinadas específicamente a las niñas y los niños se fueron haciendo múltiples variaciones dando lugar a diferentes versiones de un mismo cuento.

Los textos se fueron recreando con cada nueva renarración, adaptación, traducción y edición.

¿Conoces algún cuento que tenga varias versiones?

Es posible encontrar variadas versiones de Los deseos ridículos. La que leíste en este cuaderno es una de las tantas adaptaciones que existen. Ahora te vamos a compartir otras, en las cuales, los deseos son distintos o la historia está “modernizada”.

 

> En la siguiente versión, la historia transcurre igual, pero se transforma la secuencia de los deseos ridículos.

La historia empieza de la misma manera: el leñador, harto de la vida tan penosa que llevaba protesta al cielo su desgracia. Júpiter, cansado de sus quejas le concede la posibilidad de los tres deseos. El leñador contento, pero cauteloso, regresa a la cabaña a contarle a su mujer las buenas noticias.

 

Cuando regresó por la noche, la mujer le había preparado la sopa de todos los días. El leñador exclamó un poco desilusionado:

—¡¡Sopa otra vez!! ¡Me gustaría comer un postre para variar!!

Apenas acabó de pronunciar esas palabras el postre apareció inmediatamente. Furiosa porque su marido se había malgastado un deseo en una cosa tan poco importante, no hubo injuria que no dijera a ese hombre.

—¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que un postre? ¡Merecerías que te tirara el postre por la cabeza!.

Y así sucedió. La súplica, al instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas la mujer dijo sus palabras, el postre quedó pegado en la cabeza del marido. ¡Dos deseos desperdiciados!

Queriendo solucionar tan incómoda situación, finalmente el leñador suplicó el tercer deseo:

—¡Ojalá que desapareciera este postre de una vez!

Y así se perdieron los tres deseos.

 

Versión elaborada por el equipo de Prácticas del Lenguaje de la Dirección Provincial de Educación Primaria.

> Las versiones más modernas presentan otros cambios, aunque siguen manteniendo el motivo de los tres deseos gastados ridículamente.

Un ejemplo de esto es la versión de Graciela Montes titulada Historia de un Ramón, un salmón y tres deseos. Como ya habrán notado con el título (que ya no es el mismo) muchas cosas cambian.

Para empezar, ya no se trata de un leñador y su mujer, sino de Ramón Gariboto, un hombre que vive en un departamento. La historia comienza cuando el protagonista se levanta a la mañana temprano de un Día de Morondanga y abre la canilla para lavarse los dientes. Con el agua fría, increíblemente también sale un pez –exactamente un salmón–. ¡Pero no era un salmón cualquiera!

[...]

—Bueno, al grano. Supongo que te habrás dado cuenta de que yo no soy un pez cualquiera, un pececito de tres por cuatro, ¿no es cierto?

—En fin –empezó a decir Ramón Gariboto, sin dejar ni por un momento de afeitarse y decidido ya a no dejarse patotear por el primer salmón que se le apareciera en la canilla. Le diré: usted no me parece muy diferente de otros peces… Salvo porque habla, claro.

Y miró de reojo al pez, que empezaba a enojarse nuevamente.

—¡Será posible! –chilló el salmón–. Una vez cada cinco mil años tengo posibilidades de charlar con un humano y me viene a tocar un ignorante como éste. ¡Qué desgracia! ¡Qué decadencia!

Casi con medio cuerpo fuera del agua el salmón enfrentó a Ramón Gariboto y le dijo:

—Yo soy el pez de la suerte, señor mío. Otorgo deseos. No me va a decir que nunca oyó hablar de mí. ¡Soy famosísimo!

[...] Ramón Gariboto estaba decidido a no tomarse demasiado en serio al salmón, al fin de cuentas un pez que hacía su entrada triunfal por una canilla no parecía un pez muy formal.

[...] —¿Cuál es tu primer deseo?

Ramón Gariboto no quería perder la calma, eso estaba bien claro, pero tampoco quería perder la oportunidad. Y nunca le había pasado que alguien le preguntara así como así cuál era su primer deseo. Antes de hablar quiso asegurarse:

—¿Cuántos deseos tengo?

—Tres, claro está –volvió a enojarse el pez–. Decime: ¿vos nunca leíste un cuento?

Entonces Ramón se miró al espejo: tenía los ojos peinados, el pelo descubierto y la cara lisita… Después miró por la ventana del baño y vio una paloma revoloteando por ahí cerca.

—¡Ya sé! –gritó de pronto, sin sacar los ojos de la ventana–. Quiero volar como una paloma.

—¡Todos piden lo mismo! –se quejó el pez–. Bueno, tu deseo será concedido. Ya podés volar.

[...] Entonces Ramón Gariboto bajó en pijama hasta la planta baja (pero por las escaleras), salió a la vereda, estiró los brazos, los agitó hacia arriba y hacia abajo… y voló. Voló alto, voló bajito, revoloteó, subió en picada hasta la altura del cuarto piso y volvió a entrar al departamento (pero por el balcón, que por suerte había dejado abierto).

[...]

Cuando fue a la cocina a prepararse el mate cocido sintió un dolorcito, un extraño dolorcito de panza.

—¡Qué raro! Me duele la panza… –dijo en voz alta.

—Claro –comentó el pez desde el baño–, estarás por poner un huevo…

Ramón Gariboto corrió desesperado hasta la piletita, donde el salmón nadaba serenamente.

—¿¡Por poner un huevo!? ¡¿Cómo “por poner un huevo”?! ¿Quién dijo que yo pongo huevos?

—Yo lo digo –aseguró el pez–. Todas las palomas ponen huevos.

—Pero yo no soy una paloma -se defendió Ramón–, ¡jamás he sido una paloma! -lloraba.

—¡Quién entiende a los humanos! –suspiró el salmón–. Acabás de decirme que querés volar como una paloma… ¿Qué te hace suponer que se puede volar como una paloma sin estar obligado a poner huevos como una paloma?

—Yo quise decir “palomo”.

—Pero dijiste “paloma”.

[...]

Montes, Graciela (1985) “Historia de un Ramón, un salmón y tres deseos” en Doña Clementina Queridita, la achicadora. Colección: Libros del Malabarista. Buenos Aires, Ediciones Colihue. (Fragmento).

¡Estos deseos sí que son ridículos! ¡¿Cómo habrá solucionado Ramón el “deseo” de poner un huevo?! ¿De qué manera lo habrá arreglado? ¿Te diste cuenta? Para enterarte, vas a tener que leer la historia...

• ¿Te imaginás otra secuencia de deseos ridículos? Anotá aquí tres deseos ridículos, pueden estar ambientados en el momento actual, en tu propio lugar. 

 

Agradecimientos

Gracias a quienes colaboraron con esta tarea y compartieron sus obras desde la más absoluta generosidad y el compromiso con la educación:

Carlos Alberto García (Charly García), Universal Music, Roxana Boixados, Miguel Ángel Palermo, Héctor Aricó, Irene Corchado, ©AIP Art Investment Partners SL, Verónica Lorenzo, Editorial Santillana. 

Disclaimer

Este cuaderno fue elaborado por la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires con fines educativos. Se entrega en forma gratuita. Prohibida su comercialización.

 

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